miércoles, 28 de abril de 2010

Las Manchas del Tigre

(Cuento)

Otilia Meza

En el cerro del agua, tierras de Xochistlahuaca, Guerrero, había un hermoso tigre en tiempos en que el hombre no había intentado marcar la huella de su pie sobre este pródigo suelo, siendo todo un paraíso en que animales y plantas vivían felices.

El tigre de aquel entonces tenia la piel color de sol, sin una mancha, suave y fina como plumón de polluelo. Además no era feroz; su mirada era apacible y su alimento consistía solamente en frutos y raíces.

En verdad qué hermoso era ese animal, con los ojos relucientes como ascuas, paseando su majestad por entre las peñas y constituyéndose en el príncipe y señor de los animales.

Cuando por las noches apagaba su sed en un apacible riachuelo, al mirarse retratado, hermoso y pujante en el espejo límpido, se consideró feliz.

No pocas veces en su mansedumbre se tendía bajo los árboles, recreándose ante el esplendor de la luna que parecía una lagrima de los cielos, o se asombraba de los rumores del bosque; y todo porque aquel tigre era un soñador, que no solo admiraba el encanto de la naturaleza pródiga y virgen sino que también era un gran placer, por las noches, sentarse sobre sus patas traseras horas y horas, en la contemplación del cielo.

Tal vez por su condición de soñador conocía a todos los habitantes del mundo azul. Así amaba intensamente a la señora Chi (la luna) y a todas las estrellas.

Mas una noche que quietamente se extasiaba ante la belleza del cielo, descubrió algo desconocido que le sorprendió: era una bella estrella que lucía una cauda brillante y larga, y que nunca había cruzado el cielo que él tan bien conocía.

El tigre por varias noches la observó; allí estaba ella, la intrusa, osando pisar con altivez los caminos azules, luciendo un porte que parecía de gran señora.

Al tigre no dejó de molestarle tal actitud. El sólo conocía a la señora del cielo llamada Chi, y aquella otra buscaba opacar la belleza de la reina del cielo, a pesar de que era presumida y orgullosa, carecía de la bondad y hermosura de la señora luna.

Una noche, que sorprendió a la intrusa peinando su larga cabellera escuchó la voz de la estrella Venus que le decía:

Hermano, a ti que entiendes nuestro lenguaje quiero decirte que no te asombres de que la intrusa esté muy a gusto en nuestro mundo; es una orgullosa y coqueta forastera que no tardará en alejarse de nuestro reino.

Pero el tigre creyó su deber aborrecer a la intrusa, por lo que una noche alzando la cabeza hacia el cielo para mirar bien a la forastera, le gritó:

Escucha intrusa: quiero que sepas que yo amo a la señora luna y admiro a todas sus hijas, las estrellas. Quiero que sepas que desde que nací las he visto clavetear de luz el mando azul del cielo; dime, ¿tú qué haces allí?

La bella estrella que era un cometa, detuvo su paso sideral, y terriblemente molesta le respondió:

Dime ¿Quién eres tú para hablarme así? Privilegio de los dioses es contemplar mi hermosura. Y escucha bien, insignificante morador de los montes, no oses volverme a dirigir la palabra.

Furioso, le respondió el tigre:

La señora luna y sus hijas las estrellas son mis amigas, y todas las noches ellas conversan conmigo a pesar de mi insignificancia. Y quiero que sepas, que las amo mucho y todas las noches les ofrendo mi admiración. Por ese amor que les tengo te pido, te exijo, abandones su morada dejando de pasear tu vanidad por los campos que solo le pertenecen a la señora luna.


Pues debes saber pobre tigre, que así como soy hermosa también son maléfica. Mi aparición en el cielo pronostica la muerte de un príncipe, de un rey o de un guerrero. Y como si eso fuera poco, soy también mensajera del hambre y la guerra. Por eso debes darme tu respeto.

El tigre impávido, oyó lo que aseguraba la estrella humeante, y molesto por su maléfica presencia, sin importarle ser víctima de tan perversa estrella, le gritó:

Jamás te adoraré! Tú no eres la señora del cielo. Tú solo eres una perversa intrusa.

Y dándole la espalda se dirigió a su cueva.

El cometa parpadeó colérico, y sin pensarlo mucho arrojo las saetas de luz de su cauda sobre el tigre.

Un rugido de dolor se escuchó en el cerro del agua; y la piel tersa y suave sin una mancha, color de sol del tigre, quedó quemada en diversas partes.

Por eso desde entonces, el tigre tiene manchada de negro su piel.



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